Antes el tiempo sonaba. Tic, tic, tic, tic…
Era un sonido que te apresuraba. Una bomba a punto de explotar de la que todos aprendimos a huir para no presenciar su estallido.
Ahora el tiempo es digital, no se siente, se pierde en el aire, se nos desliza en clics por los dedos, nos pasa como viento por la frente hasta arrugarla. Corre igual que antes, pero se siente más rápido. Frenético. Es que hoy los días son más ligeros, dicen algunos, y no, no es así, es solamente que lo malgastamos.
He caído en la cuenta de que gasto demasiado tiempo. Yo siempre fui de los gastadores. Perdí momentos valiosos porque estaba gastando tiempo en algo que parecía más importante. He perdido oportunidades, he dejado de golpear puertas, he perdido amigos, y sobre todo, he perdido edades.
Tenía veinte años cuando mi primera hija nació. Y sí, creció demasiado rápido. Corrijo, no es que creció rápido, creció al mismo tiempo que todos, pero su tiempo se me fue de las manos. Cuando era pequeña anhelaba que crezca pronto para que pueda valerse por sí misma. Con mi hijo varón pasó igual. ¡Cuándo fue que dejó de ser un niño pequeño para volverse un adulto!
Ahora cómo quisiera que vuelvan a ser pequeños. Volver a los años de escuela, esperarlos a la salida para ir por un helado. Jugar juntos, reír a carcajadas, correr dando vueltas en círculos, perseguirnos, y volver a reír y reír de nuevo.
Hace algunos años aprendí que el tiempo se invierte y no se gasta. Se invierte en las personas, en los seres amados, en las cosas que te llenan y traen satisfacción. El tiempo se cuenta en sonrisas, en lágrimas que valen la pena, en logros, en abrazos y en palabras inolvidables.
No le podemos dar la espalda al tiempo, hay que enfrentarlo viviendo, y así guardar en la memoria algunos pedazos de satisfacción inédita. Y, poco a poco, mientras va pasando la vida, sentir que segamos el fruto de nuestras sonrisas, la cosecha de nuestros abrazos.