El fariseo que vive en mí
Narración Contemplativa de Lucas 18:9-14
¡Sé quién eres!
Te levantas cada mañana con el corazón frío y la frente en alto. Una venda invisible te cubre el rostro, un velo inoportuno que no te deja ver más allá de lo que tus argumentos te permiten. Lleno de orgullo inicias la jornada matutina listo para enfrentar a todos aquellos que no son tan buenos como tú. Levantas una oración que cumple con todos los parámetros estéticos requeridos pero sube con lastre y no logra llegar a la cúspide del templo, no cumple para nada su cometido espiritual, aunque tú no lo notas. De paso, das gracias por ser mejor que los demás, y te vas satisfecho.
Sales bien vestido para que nadie tenga nada que decir de ti. Caminas por la calle señalando la podredumbre de la sociedad, los desventurados, ladrones, malhechores, adúlteros, gente inferior y llena de pecado que no merece tu compasión.
¡Sé quién eres!
Eres el fariseo que vive en mí. Te descubrí cuando tus palabras me forzaron a fingir afecto y caridad, cuando tu actitud gazmoña provocaba una sensación de desencanto en los que desafortunadamente te escucharon hablar con esa desdorada apariencia de piedad que incita despecho más que gratitud.
Luego de una jornada agotadora regresas a casa, satisfecho de haber cumplido con cada cometido del día, vanidoso, presuntuoso, solo para ver a tu familia que te conoce tal cual eres. Entonces ya no puedes permanecer oculto entre las sombras de una espiritualidad adaptada a las circunstancias.
Has vivido conmigo desde siempre, arcano protector de herencias olvidadas que aprendió a mostrar la máscara para encubrir los defectos de carácter que nunca lograste superar. Tanto hago para apagar tu luz, y tanto se despierta tu ridícula altivez.
¡Te hablo a ti, al fariseo que vive en mí!
Cuál fue el día que abrí la puerta a la ruina del corazón, a la tumba enlucida que alberga la putrefacción de la religiosidad, que acoge en el interior el infecto moho pestilente del orgullo, la indeseable fermentación de intenciones sesgadas que nunca se hicieron realidad en la práctica de la fe. ¿Cuándo empecé a depositar inoportunas cargas sobre la gente en lugar de guiarles a soltar sus cargas sobre la cruz? Quise enaltecer mi propia imagen en lugar de exaltar al único digno de exaltación. Cuándo fue que empecé a cerrar el cielo a los que anhelaban entrar y yo mismo me perdí de entrar por andar limpiando el vaso por fuera para aparentar una brillante magnificencia dejando de magnificar al único magnífico.
Más de una vez me encontré diciendo: “si yo hubiera vivido en aquel tiempo jamás hubiera sido de aquellos que derramaron la sangre de los profetas”, pero, ahora que lo pienso mejor, quizás yo hubiera sido el primer ejecutor con piedra en mano, listo para ajusticiar al pecador, y más tarde huyendo de los dichos insolentes de un incomprendido que me retaba a lanzar la primera piedra.
Allí nació el deseo de luchar contra ti. Te ocultas en mí, pero ya no te quiero más aquí. No te dejaré permanecer allí ni un día más. No de esa manera. No para ofender al prójimo o destilar desprecio por el necesitado. No para repetir las mismas palabras abultadas de prejuicio, ni para remachar esa altanera conducta de creerte mejor que otros. Hoy que has sido descubierto he decidido exponer esa compensación a la debilidad del ser interior que busca venderme una máscara externa para que otros no miren la insoportable congoja de mi carencia interna.
¡He decidido que no saldrás más!
Entonces, he visto que la vida espiritual es mucho más que cumplir una serie de fingidos rituales, la mayoría de las veces auto exigidos. En verdad, encontrar a Dios es más que una serie de hábitos aprendidos o imitados. El anhelo genuino por verme con el Padre cara a cara hace que mis oraciones se levanten sin lenguaje forzado sino humildemente natural, sin lastre, sin máscaras, sin estorbos, tan profundas que me arrancan unas cuantas lágrimas de arrepentimiento. Caen los velos, caen las posturas, se rompe la lápida.
Y recibo respuestas que no merezco, respuestas del cielo, de esas que afirman el alma diciendo: ¡eres mi hijo, me siento complacido contigo! Y yo, avergonzado, con quebradizo tono de voz, sin ningún derecho de levantar la mirada, solamente puedo decir: ¡no lo merezco Señor, ten compasión de mí, porque soy un pecador!